Ángeles: Demonios.
Capítulo I: Capítulo I.
Tiene muchos años, desde que era
muy joven, que he tenido el sueño de escribir un libro, pero no me había
atrevido porque a pesar de que escribir es algo que siempre he disfrutado no me
parece que sepa usar las palabras de manera que pueda comunicar eficientemente
el mensaje que deseo transmitir. Ahora mismo siento que el principio de este
libro, que al fin me he decidido a escribir, no es ni por poco lo que hubiera
deseado o al menos un principio decente, pero me he decidido a dejarlo así
porque no quiero mentirme, acepto mi realidad como un fracaso en la literatura,
y agrego esto para que al juzgarme sepan ustedes que yo también sé lo mal que
escribo.
Ya casi termino el primer café y
no he pasado de la primera página, no sé si eso significa que escriba rápido o
lento, pero comienzo a desesperar; no puedo saciar aquí mi hambre. Supongo que
no debo darle más vuelta a esto o no lograré jamás interesarte en mi historia.
Así que lo primero que debo contar es que todo lo que a continuación relato
inició una tarde en que bajando las escaleras encontré a Galatea, mi madre, a
quien nunca le tuve el respeto suficiente para llamarle así, parada en la
puerta con ese vestido blanco que esa tarde aborrecí aún más que cuando lo
llevó a la escuela y todos mis compañeros no le quitaban el ojo de encima. Ella
volteo y, con esa sonrisa tenue que sólo yo era capaz de distinguir y que rara
vez podía ver, me miró fijamente a los ojos y dijo: “La vida nunca tuvo mucho
sentido… hasta que te tuve entre mis brazos”. Ese fue el principio, esas
palabras marcaron el resto de mis días, esa mirada es lo más divino que me ha
pasado en los 80 años que no he vivido aún, pero sé que así es ¿cómo lo sé? Sólo
sé.
Es curioso que cuando al fin me
decidí a escribir fuera sobre algo real cuando siempre me atrajo más la
fantasía, irónico es que además son recuerdos que preferiría olvidar. Aquella
tarde estando sin nadie más en casa descubrí que esas palabras tan hermosas,
que me habían llenado por un instante de luz no las pensó Galatea en primer
lugar para mí, aunque sé que cuando me lo dijo fue con una realidad mucho más
clara que la vez anterior que estuvieron en su mente. Hurgando en sus cajones,
más por ganas verdaderas de conocerla mejor que por travesura, encontré una
hoja con el título “Capítulo I:” y a continuación la frase que ya he
mencionado. Debo admitir que al principió me decepcioné un poco, pensé que
Galatea sólo se había burlado de mí y que me quería hacer sentir más especial
de lo que en verdad era para ella, hasta que recordé esa sonrisa que sólo yo
podía distinguir, esa sonrisa que era su manera de ser mi cómplice, supe
entonces que había sido sincera.
La letra en la hoja era
evidentemente suya, estaba tan garigoleada como sólo ella podía hacerlo. Busqué
para ver si es que había escrito más pero nada, en todo el cuarto no había más
que muchas retratos de personas que yo sólo había visto el día en que Galatea me
había llevado para que la acompañará a hacerlos y luego guardar ese recuerdo en
blanco y negro sólo para ella, envidiosamente; fotos y nada más. Al parecer
como yo había intentado escribir y lo había abandonado, claro que yo lo estoy
retomando ahora, pero ella no tuvo esa oportunidad.
Después de robarme esa hoja y la
foto de una niña con unas flores hermosas entre las manos (que me fascino desde
el día en que Galatea la tomó) salí de la habitación pensando que no podría
volver a entrar ahí sin permiso.
Busqué en mi propia recamara el
libro que me envío algún pariente del que no soy capaz de recordad su nombre
porque esa Navidad fue la única en que le oí mencionar. Tomé todo y lo puse en
mi mochila, salí corriendo: tenía que hablar con Freyja. Ella sabría que hacer, no es que fuera muy lista,
pero tenía mucha iniciativa y sabría cual era el primer paso.
Capítulo
II: Freyja.
Alguna
tarde mientras caminaba hacia casa al levantar la vista de mis zapatos hacia el
frente con temor de chocar contra algún árbol o un poste sucedió que me di de
bruces con su mirada firme, fue impactante para mi ver la manera en que me
sonreía, aunque al final termine sonriendo creo que también tuve un poco de
medio, a todos nos pasa que al ver a un desconocido sonriéndote con tanta
seguridad nos asustamos ¿no? Y si además tiene unos ojos grises que parecen
leer el pensamiento no es para menos que me hayan temblado un poco las piernas
y que cuando dijo:
— Hola, qué tal ¿cómo te llamas? —
Yo
haya tardado 3 minutos en poder articular mi nombre correctamente.
De
esa manera conocí a Freyja, la chica más social y energética que me ha volteado
ver. Ha sido el complemento perfecto a
mi carácter débil e indeciso, ella siempre marca el camino y yo he decidido seguirla
a donde quiera que vaya, pero hoy es distinto, yo sé a donde quiero ir pero
necesito que ella me un empujón para emprender la marcha.
— Te hace falta color ¿otra vez estás dejando de comer
bien? — me dice desde el umbral de la puerta mientras da la vuelta y se dirige
a la cocina. — Ven, te prepararé algo para que recuperes energía.
— No hace falta, no es lo que crees… Galatea está muerta…
— Pensé que cuando se lo dijera sería más difícil, pero no, salió así… de golpe
— No sé que hacer.
Hasta
este punto yo no había podido llorar, no porque no me doliera, simplemente algo
me lo impedía. Después del grito que di y que caí sobre mis rodillas porque mis
piernas dejaron de responderme tampoco pude. Freyja corrió hacia mí y cuando
estuvo en frente no supo que hacer, los abrazos nunca fueron su estilo, después
de meditarlo me ofreció su mano para que me levantara y me miro como aquella
primera vez, pero con un poco de lágrimas a punto de rodar por sus mejillas.
— No sé que decir — exclamó — Yo…
— No hace falta que digas nada.
— ¿Qué… qué pasó?
— Argh, alguien la asesinó — Aún no entendía porque mis
palabras fluían de esa manera tan despreocupada, con tan poco sufrimiento.
— ¡Qué!… ¿puedes asegurarlo?... quiero decir: ¿cómo?
¿por qué? — Era claro que ella estaba aún más alterada de lo que cualquiera
esperaría que yo estuviera. En ese momento sus lágrimas brotaban ya sin reparos.
— ¿Qué deberíamos hacer? — Siguió después de una larga pausa, pero la pregunta
era para si misma, eso me quedo claro por su semblante, había logrado
contenerse un poco.
— Te amo… — Sí, a ese grado llega la estupidez encauzada
por las hormonas cuando se es adolescente y se recibe una emoción tan fuerte
como el ver a tu madre con ese vestido blanco que odias lleno de su sangre
desplomarse frente a ti.
— ¡qué!
— Lo lamento, yo… yo…
— Hay que hablar a la policía…
— Yo no creo que sea lo más conveniente.
— ¿De qué hablas? Ellos sabrán que hacer con el cuerpo...
como encontrar al asesino… como protegerte si creen que hay más…
— El cuerpo desapareció…
— ¿desapareció? ¿se lo llevó el asesino?
— No, desapareció después de que cayera al suelo,
también el hombre que la mató se desvaneció ante mis ojos …
Capítulo
III: Mensajeros.